lunes, 10 de diciembre de 2012

La Calor


Y de repente el calor se fue haciendo cada vez más insoportable. Transpirábamos todos: la abuela, papá, mamá, mi hermano. El perro, el gato, el loro, los cardenales... y pronto fue el turno de las cosas materiales: las paredes (juro que vi transpirar a las paredes), los muebles y esquineros, la compu y la tevé. Creo que si ellas hubiesen podido hablar también hubiesen pedido a gritos el aluvión que las salvara de tanto calor, no importando que para muchas de esas cosas sería el fin, a merced del líquido. Si hasta la radio pedía estar enchufada a 220 para cuando cayera el primer rayo de la tormenta y acabara con sus sufrimiento. El aire acondicionado no daba abasto, las paredes chupaban el frío y el ambiente era cada vez más cálido, hasta que el pobrecito no dio más y dejó de funcionar. Las ventanas le tuvieron envidia, sin embargo siguieron estoicas en su labor de defender la seguridad del hogar, pero ni estando las ventanas sin rejas los ladrones hubiesen entrado: en esa ciudad donde hacía meses no llovía y donde el calor se había  colocado como el principal tema de conversación, nadie hacía nada incorrecto, porque nadie hacía nada, de hecho.
Las panaderías no funcionaban, las heladerías cerraron por haber perdido sus productos porque las heladeras se habían dejado morir. En la plaza los niños no corrían. Las escuelas estaban cerradas, porque ni padres ni docentes ni niños querían cumplir con su deber y sus obligaciones. Las piletas estaban cerradas porque el agua se evaporaba y nunca llegaron a estar más llenas que cinco centímetros. Los restaurantes no tenían mozos dispuestos a ponerse camisas apretadas, los cocineros renunciaban, negándose a prender el fuego y hacer más calor, y las copas sucumbían al placer de arrojarse al vacío, una a una, muertas de placer de no tener que vivir más en ese infierno... los pedacitos de vidrio se fundían en el suelo caliente de las veredas y se hacían uno de nuevo, pero eso ya no era problema de las copas. La municipalidad y las dependencias de gobierno estaban cerradas y no había nadie trabajando, aunque eso hubiese sido igual en un día normal de primavera, donde es difícil encontrar a alguien no cumpliendo sus obligaciones, por el simple placer de ver el sol, disfrutar la brisa y contemplar el azul del cielo.
Las radios y los canales de televisión no emitían sus programas, ya que los operadores y locutores se negaban a colocarse auriculares y estar sentados en un asiento cálido y pegajoso por más de medio minuto. Las bibliotecas, al principio eran el único lugar habitable porque siempre fueron amplios espacios oscuros y frescos. Miles y miles de personas se volcaron a la literatura  ligera de verano, agotando estos ejemplares y llenando las salas de lectura, haciéndolas tan insoportables de habitar como las calles de asfalto.
Al fin, nadie sabía donde estaba nadie. Todos sobrevivían como podían, pero nadie sabía como. Nadando en sus propios charcos de transpiración, yéndose a lugares alejados al sur para poder sentir el placer de abrigarse los pies y las manos con lanudos guantes y botas de cuero.
Y al fin llegó... la tenue llovizna, acompañado con una suave brisa refrescante. Al otro día todo funcionaba como de costumbre y todos (hasta las copas) se quejaron del temporal.

5 comentarios:

Zarce dijo...

Yo he pasado tardes en la biblioteca de la ucu por el aire :P

Chuli! dijo...

Jejeje! nunca lo hice, aunque lo pensé varias veces :p

Automne dijo...

La calor se está poniendo cada día peor. En mi blog le rezamos a San Aireacondicionado. jaaaa
Besos!

Sabina dijo...

Me dio calor leerte!

Chuli! dijo...

Jajaja! Era la idea. Lo escribí el lunes antes del tormentón, el que todo el mundo esperaba y del que todo el mundo se quejó al otro día, obviamente. Tan mal no ando pa' predecir :P