viernes, 28 de septiembre de 2012

Rusita y Rusito

Es viernes. Estoy exhausta. Salgo de la facu a las 22.30 h, paso a buscar a Mario y en casa me esperan mi mamá y Adélaïde para comer, por primera vez en mi vida, Quiche Lorraine, una tarta francesa exquisita de crema, panceta y queso que no tiene desperdicio.
Llego, me siento y Mario me dice: parece que le hacen cesárea a la Sabi. Y me quedo muda y dura. Pienso y reacciono: mensaje a Damián. "Mensaje no entregado al 3446..." ¡Puta madre que me parió!, pienso, ya que estamos en temas parturientos. Estos teléfonos, cuando son imprescindibles realmente, no andan.
José, Mariela. Mensajes, enojo. ¡Teléfonos de mierda! Mario me tranquiliza, pienso en esos cachetes sabinescos recién salidos del horno. Y sonrío y me calmo.
Mensaje de José: "aún no sabemos nada :-|"

Minutos. Nada.

Mensaje de José y Mariela, los dos a la vez: "Dami dice que salio todo bien que la gordita esta dormida y que es una rusita".

Felicidad...

Desde hoy tengo un rusito y una rusita en los que pensar, por los que pelear por dejarles algo más digno de lo que tenemos, por verles esos ojitos brillar cada vez que pueda. Y el día que me tiren un "tía", me caigo de culo.

Sí, soy Feliz, con mayúsculas, gracias a mis amigos a los que amo y se aman, y que han decidido traer alguien más por quién pelear y cansarse un viernes por la noche, tantos viernes y días como sean necesarios. Sin que pese, sin que canse. Sólo pura felicidad.


Nota: ¡Bienvenida Miguelina!

sábado, 15 de septiembre de 2012

Vergüenza

En casa se está alojando por estos días una francesa de 24 años. Hoy salimos a pasear por la ciudad. En un momento del recorrido, hace una pausa en su mirada hacia afuera del auto, me mira y pregunta: Quién es Julio López?
Trago saliva y respondo: "Es nuestro desaparecido en democracia."  Y me dio mucha vergüenza.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

El mueble.

Florentino era feliz. O al menos eso creía, ya que cuando al final se descubre la mentira en la que uno vivía, toda esa felicidad es como que si se borrara de un plumazo. Pero el lo creía, y eso es lo que me importa. Blanco y negro, con manchas transversales como las que casi ningún otro gato tenía, había sobrevivido una noche entera bajo la lluvia hasta que, al día siguiente de cumplir su tercera semana de la primera de sus siete vidas, lo encontró Camila. Camila llevaba trenzas largas pegaditas al costado de las orejas por ese entonces. Un vestidito cuadrillé y dos cintitas que le daban fin al peinado hecho por mamá. Mamá era Claudia, una humilde costurera de barrio, que sobrevivía a duras penas con Camila y José, sus dos hijos. La falta de un papá en la casa era a causa de un antiguo portazo dado en sus narices, la noche que José cumplía los dos años de vida. 
Y el gato. Siempre hubo uno en los regazos de mamá las noches de invierno y en la tierra fresca de sus tomates, en verano. Flober y Hugó fueron los dos primeros gatos de la familia, en realidad de Claudia, allá por los 70, cuando se había apasionado con la literatura francesa del siglo anterior. Ernesto, Leon y Mishu  -a secas- los tres que siguieron, correlativamente, uno tras otro, no sobreviviendo a más de siete años y medio cada uno. Para cuando el último gato anterior a Florentino caminó sus últimos meses, por la cabeza de Claudia ni se olía la idea de tener un hijo. Poco después, llegó Cami.
Los primeros días de Florentino en la casa fueron iguales a los de los chicos... pasos torpes, maullidos, dolores de panza, leche... pis. De a poco se la apañaron los hermanitos para darle al gato una posibilidad más, porque Claudia empezaba a rezongar un poco con las actividades del bicho, limpiando una tras otras las lagunitas amarillas que aparecían en el comedor y el patio, en la cocina, en la pieza. Pero, al igual que ellos de chiquitos, Florentino empezó a hacer pis y caca en un cantero abandonado del fondo.
A medida que fue creciendo se escuchaba seguido el comentario de Claudia: "parece un mueble". "Sí mamá", respondían los chicos. El gato, con esa capacidad que tienen los gatos de enrollar sus patitas en algún bolsillo que tienen el la panza, quedaba todo el tiempo hecho un bollito al lado de la silla o en la ventana del comedor.
Al poco tiempo todos empezaron a olvidar al gato. Florentino hacía bien el papel de mueble (que come y maulla, pero mueble al fin) y en el ambiente todos tenían suficientes actividades como para atender a un mueble. Camila empezó a ir a la universidad y José a llevar amigos a la casa, de esos amigos flacos y de pantalones por el piso, pelos revueltos y miradas cancinas.
Florentino siguió ahí, sin preocuparse mucho, como todo buen gato. Maullaba cuando tenía hambre, tomaba agua del latón de la gotera de la cocina y no se estremecía tanto como cuando el sol alumbraba por entre las hojas de parra en primavera. Eso era felicidad para el: "el sol en la cara", como decían los humanos. Nunca lo había entendido hasta cuando tuvo dos años y medio merodeando por ese patio, y se quedó dormido una siesta allá por comienzos de octubre. Su hocico húmedo lo estuvo más, sus pupilas cada vez más chicas, su pelaje cada vez más brillante. Así, siesta a siesta, mientras la vida dormía, se dio cuenta que poniéndose de frente y "de cara al sol", sus partes blancas eran las que quedaban expuestas y refractaban la luz solar. Las negras, que bien sabe todo el mundo, chupan el calor, quedaban escondidas en las sombras de su creciente barriga. El equilibrio hecho realidad.
Pero hubo un día en que la parra se secó. La lluvia le recordó a sus primeros días allá afuera, cerca de una jauría que lo acechaba, de la cual se salvaba sólo por no tener fuerzas ni para maullar. La lluvia lo cubría todo: el cartón que lo resguardaba del viento, sus pelos y la mantita de lana tejida por Ariana, la hija de los dueños anteriores, quienes no dudaron en dejarlo allí, a él y sus hermanos, porque no querían más gatos que a su madre. Poco después de aquél hecho, se enteraría por otro gato amigo que su mamá, en venganza por la quita de sus hijos e hijas, rompió cuanto tapizado y alfombrado encontró, minutos antes de cagar en el corredor de las habitaciones y salir huyendo una noche de abril, fresca y tormentosa, seguro de que aquél mundo exterior era mucho mejor que los carceleros hurtadores de bebés de sus dueños. Que obviamente dejaron de serlo, al día siguiente cuando salieron de sus piezas y, uno a uno, fueron pisando el jugoso producto del cuerpo de Marina, la mamá de Florentino. Pocos conocemos la mente de un animal con tanta venganza como ella. Pero es bueno saber que en el mundo existen cosas justas aún.
En fin, Florentino estaba bajo la parra esa mañana de julio. Así como la lluvia, las lágrimas caían en las mejillas de todos allá adentro. "Sacá al gato, que Marianita es alérgica", dijo Camila, en referencia a su sobrina, Mariana Montes Castillo, una verdadera princecita de ojos azules, pelo ensortijado, metro diez, que pronto sería la verdadera niña mimada (de hecho ya lo era bastante) de la familia. Hija de su papá José y su mamá Helena, ambos abogados de una reconocida firma, era la única nieta en la casa, ya que Camila había dedicado más tiempo a otros menesteres, como pasearse tardes enteras con su "amiga del alma" (tal era llamada por ella), Juana.
Así fue que, el día en que la señora de la casa murió, Florentino estaba recordando a su propia madre en las pequeñas goteritas del ya derruído parral. Todo fue muy vertiginoso desde entonces. Si casi no recordaba todo con tanto detalle el día que me contó sobre esos días. En las jornadas posteriores a la muerte de Claudia, tanto José y Helena, como Camila y su mejor amiga Juana, comenzaron a llevar los trastos viejos a distintas casas de empeño y compra venta. Todo. "Son chapados a la antigua", decía Helena, mientras que Marianita preguntaba con voz fina: -ma, ¿qué es chapado?-... - Salí Mariana, no tengo tiempo ni de contestarte una pavada... andá, salí afuera que acá está el gato-.
Pronto se dieron cuenta que no restaba nada. Nada más que el gato. - Él también es blanco y negro. Antiguo como todo lo de este lugar. Llevalo-, dijo José. De pronto Florentino se encontró viajando en un Rastrojero por distintos calles de la ciudad, hasta llegar hasta acá. Y no recuerda más.

Un par de años después me encuentro con algunas huellitas, que parecían de gato, en los muebles imitación Louis XV que poblaban mi local de compra venta. Eran tímidas, pero eran huellas. A veces aparecían hechas en barro, otras en arena y otras con el polvillo del maíz que caía de uno de los camiones cargados que estacionaba frente al cambalache durante el fin de semana. Alguna que otra vez me encontré con una pluma... colibríes se ve, eran sus favoritos; aunque con los primeros calores era recurrente encontrar de gorriones, familiares de aquellos que acampaban en el árbol del bulevar.
Pero una noche mi intriga fue mucha. Y si bien dicen que la curiosidad mató al gato, aquí mi curiosidad sólo iba a hacer que lo descubra. Y así fue. Adentro la humedad de los últimos días hacían más notoria su presencia. Estaba segura, tenía que estar acá. Afuera, la lluvia caía, como aquella noche que él pasó en su cajita, sus primeros miedos y hambrunas (creo que además de primeras, fueron las últimas). Los relámpagos enmarcaban los muebles en el ventanal enorme que mi local tenía por vidriera. Y lo vi. Blanco y negro, viejo como casi todos los muebles que traen por acá, sucio y polvoriento, como ellos también. Me acerqué, me miró y pasamos la noche contándonos nuestras vidas. Me contó de todo y de todos. De las no tan afortunadas vidas que tuvieron el y su madre (yo le decía que habían tenido bastante suerte para acabar como acabaron siendo gatos, cosa poco fácil de ser por estos días), de su papá, de los hijos que nunca tuvo y nunca quiso tener. El siempre fue feliz como fue. Libre y de cara al sol. Ignorado, como un mueble, hasta el día del Rastrojero.
Me fui a dormir. Salto de mi cama al rededor de las once de la mañana. Me dormí, lo admito. Pero después de tremenda noche no creo que haya muchas solteronas queriendo redecorar. Preparo mi café, negro y humeante, pero dulce y espeso como siempre. Salgo al pasillo de camino al local... me acerco a mi amigo. El, ya de madera, se ha convertido al fin en lo que todos creían: un mueble.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Fin

Últimamente (este año y el pasado) se han muerto personas por las que se me ha derramado una lagrimita o se me ha hecho un nudo en la garganta. Como todavía conservo un "¿por qué?" infantil, me hice esa pregunta luego de enterarme de la noticia y reaccionar con tristeza. ¿Por qué me siento así?
Me contesté que uno llora o se entristece cuando alguien muere, porque ese alguien nos miró alguna vez con ojos de verdad. Nos habló de frente y con alguna enseñanza a cuestas. Nos dijo algo o compartió algo con nosotros que aún podemos escuchar con claridad.
Así me pasó con el papá de una amiga. Si todavía tengo el gusto de un vinito que compartimos en una mesa. El del helado con wisky que nos hizo probar. Sus ojos celestes y profundos, siempre con una palabra seca y madura de experiencia "a lo Osvaldo".
También con el mecánico amigo de mi viejo, que a su vez cumplía el sexto día de abril, como yo. Siempre con  eternas promesas de un asado para ese día especial para ambos. Ojos entre verdes y grises, dependiendo de la luz del día. Alguna anécdota (siempre había una anécdota volando), que se unía a la pregunta de "¿está el auto Darío?".
Y hoy con una "seño" de francés. Mi seño Elena, de tercer grado. Especial porque es una de las que más recuerdo de mi paso por el idioma en la primaria. Quién nos hizo cantar una y mil veces "sur le toit de la maison, jouons du violon...", su voz fuerte que llegaba hasta el último de la última fila. Sus rulos marrones, que combinaban con su piel. Su sonrisa, extremadamente grande y blanca.

Simplemente es eso. Ni lazos familiares, ni de amistad, ni sociales. Cuando pienso en las lágrimas de los que lloramos a alguien que se va en un cajón, pienso en los recuerdos. En sus miradas. En sus palabras.
Lazos que van más allá de un título.