sábado, 28 de septiembre de 2013

Zona WIFI

Las orejas ya no existían. Se habían dejado de usar mucho tiempo atrás, más o menos al mismo tiempo en que desapareció el gusto por escuchar una buena canción. Y nadie lo notó... fue espontáneo. Un día, en una maternidad más, de una ciudad más, de una mujer más, nació el primer hijo de la humanidad sin orejas.

Las antenas gigantes se instalaron en cada una de las ciudades y en cada uno de los pueblos de todo el mundo. Incluso en las selvas, en los pantanos, en los desiertos. Era inconcebible que un hombre anduviese por ahí sin conexión de red

Wifi fue la palabra menos utilizada por aquellos días. Ya no se veía en las puertas y los pizarrones de los cafés, en las tiendas y en los parques. No era necesario, era obvio que en cualquier parte había. Las contraseñas ya no fueron necesarias y miles de anécdotas sobre nombres chistosos de redes de personas chistosas, desaparecieron. "flia dominguez", "escuela", "secretaría", ya no fueron visibles en pantallas y teléfonos y en su lugar estaban esos indescifrables caracteres que marcaban una u otra ciudad. Porque ya ni el nombre del lugar importaba, importaba la red.

Así, fueron naciendo uno a uno los niños sin orejas. Las conversaciones no eran importantes para nadie y la evolución hizo el resto.Para cuando lo notaron los primeros pediatras, ya era tarde. Aquellos que habían sabido entablar buenas conversaciones con otras personas utilizando nada más que su voz, se habían ido.

La preocupación fue mundial. Consternados, algunos pidieron por los foros a las farmacéuticas más importantes tomar algún tipo de medida. "Seguro alguna hormona alcanzará", se repetía en las pantallas de televisión que emitían desde hace años con estados y comentarios del muro de los conductores y los televidentes. Otros, alzaron sus teclados a los gobiernos: planes de salud estatal para llevar a cabo las cirugías necesarias y reestablecer el par de orejas que ya faltaban en toda la población infantil. Los más optimistas, optaron por restarle importancia:  "si desaparecieron, por algo será", y aún les sobraban 108 caracteres.

La desdesperación continuó. Las redes sociales, colapsaron. Y de a poco el mundo entero empezó a ver las orejas como accesorios.

Todo continuó hasta el día en que un hombre más, dueño de una cafetería más, de una ciudad más colgó el cartel pizarra en la entrada de su local, que rezaba en manuscrito: "zona libre de wifi".
Las primeras semanas fueron desepcionantes para él y su emprendimiento: la gente miraba al interior del local con ojos enormes, no entendiendo cómo podría existir un lugar así, libre del problema que los atañía a todos.
Un día de sol como cualquier otro, alguien que pasaba por el ventanal de la cafetería tuvo el simple gesto de levantar la mirada de su teléfono y lo vio. Morocho, grande y encorvado, con unos bigotes finos y negros, el dueño de la cafetería sonreía, mientras cruzaba algunas palabras con una señora de piel blanca como de papel de calcar, ojos grandes y azules y labios finos y rosas. ¿Qué harían? Se preguntó el transeúnte. Simplemente, ¿hablaban?
Pasó al día siguiente, un día húmedo de lluvia y viento sur. Apresurado por encontrar un lugar seco donde pasar un rato y poner a resguardo su teléfono, entró en la cafetería. Dolor. Fue una punzada la que sintió en el oído luego de escuchar la voz suave y aguda de la mujer, que otra vez hablaba con el dueño. Luego fue la calma, la tranquilidad en los acordes de su dulce voz.
El teléfono vibró y avisó "sin conexión".
Pero ya no importó, las voces se acumularon en su cabeza y el dueño del café lo invitó a sentarse, le extendió la mano, le dio la bienvenida y un café y le dijo que hoy estaban hablando con Diana de la magia de los días de lluvia.